La mayoría decidió marcharse

Fecha Publicación: 
5 Julio 2016

Mayte Echezarreta (directora del OEG)

Sur | Artículo de opinión
 
Ellos, la mayoría de los británicos, creen ser más libres ahora que se han ido de la UE, y quizás lo sean, pero los que nos quedamos, también. Era un divorcio anunciado. Nunca estuvieron cómodos como socios del Club. Por más privilegios que se les concedían no encontraban su sitio, o al menos el que creían deber tener los espíritus imperialistas. Se les mimaba con Protocolos específicos cada vez que firmábamos un nuevo Tratado constitutivo, ¡pero ni por esas! Anotemos que Cameron ya había negociado otro Acuerdo de mayores concesiones al Reino Unido por si el resultado del referéndum era la permanencia. La justicia europea también los mimaba: la Comisión denunció reiteradamente al Reino Unido por discriminación,  al exigir la “residencia legal” como condición para la concesión de determinados complementos y prestaciones a los nacionales de los demás Estados miembros residentes habituales en el Reino Unido, requisito no requerido a los británicos. Para disfrutar de dicha residencia legal, el gobierno británico exige contrato de trabajo o recursos económicos. Pues vale, podéis exigirla, le acaba de decir el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el 14 de junio, nueve días antes del referéndum. El Reino Unido nunca ha aceptado las reglas del matrimonio europeo que la mayoría asumimos con “resignación cristiana”, aunque sería injusto no reconocer lo mucho que hemos recibido, crecido y nos hemos beneficiado de nuestro matrimonio, aunque tengamos que soportar que en ocasiones nos ninguneen, amenacen, regañen o castiguen, como a unos niños, que quizás seamos todavía.
 
No olvidemos que Reino Unido entró en 1973 y que en 1975 ya había celebrado el primer referéndum prometido por el partido laborista en las elecciones de 1974, sobre la permanencia del país en la Comunidad Económica Europea, precursora de la actual UE, con resultado favorable a la permanencia. Pero desde entonces hemos seguido un camino de desencuentros, rabietas, obstáculos y concesiones, hasta que hemos llegado al resultado del 23 de junio. Lejos de ser una catástrofe, podemos convertirla en una oportunidad para el debate. Y para ello el Reino Unido debe irse un rato al rincón de pensar para reflexionar sobre si la mejor forma de solucionar los problemas complejos de la actualidad es con el uso de la fuerza soberanista y de la soberbia identitaria o con la fuerza de la solidaridad y de la unidad, pues, como decía Lyndon Johnson, «no hay problema que no podamos resolver juntos, y muy pocos que podamos resolver por nosotros mismos». La Unión Europea se debe ir a la otra esquina para repensar sus estructuras y la calidad de su democracia. Y, finalmente, el ciudadano debe procurar servirse de su propio entendimiento para opinar, presionar y ejercer la democracia deliberativa, no solo representativa, para lo que hace falta un esfuerzo individual añadido.
 
Pronto llegará el momento de las negociaciones. Nada extraño para la UE. Ya tiene experiencia con Noruega y con Suiza, que rechazaron en sucesivos referéndums locales su entrada en la UE y con quienes mantenemos una relación equivalente a la que tenemos con el resto de Estados UE, así como con Islandia. Es una cuestión de habilidades de negociación entre dirigentes, donde es imprescindible, además de una adecuada información y suficientes conocimientos, buenas capacidades mediadoras, sacudidas de los odios, reproches, rencores, egoísmos y resentimientos que tanto han hecho sufrir a Europa a lo largo de su historia y que la creación de la Europa unida en los años cincuenta trató de enterrar para siempre.
 
¿Y los ciudadanos? Respecto a los jubilados británicos residentes en España, uno de los colectivos más preocupados por el brexit, no creo que puedan temer mucho su salida de la UE, salvo por la devaluación de la libra. El sol y el yodo del mar seguirán alimentando sus huesos, la cocina nutriendo su cuerpo y la alegría mediterránea alimentando su espíritu. Respecto a la cobertura sanitaria, hoy regulada mediante reglamentos europeos de coordinación, se convertirán en Acuerdos internacionales, en los que habrá mucho que negociar para equilibrar bien las cuentas entre lo que les cuestan nuestros jóvenes allí y lo que nos cuestan sus mayores aquí. Puede ser una buena oportunidad para España si sabemos hacerlo bien.
 
Y respecto a los jóvenes británicos, ajenos a ese espíritu de soberbia, de nostalgia y de nacionalismo del que han hecho gala los más mayores, habría que pedirles disculpas por el mal ejemplo de quienes se supone deberían darlo. Para ellos y para todos los que quieran vivir en una sociedad cosmopolita de dar y recibir, debería crearse una ciudadanía europea ajena a la nacionalidad, a la que se accediera por vínculos de residencia, integración y compromiso con los derechos humanos, la libertad, la democracia, la igualdad y la paz, difíciles de conseguir aislados en un mundo tan interdependiente y globalizado como el que nos ha tocado vivir y al que solo el miedo puede dar marcha atrás.